Movilidad sostenible: la revolución de las bicicletas (1ª parte) Nuestra Filosofía / Reflexiones / Slow Life

Nuestra generación llegó a conocer los tiempos de la bicicleta. Quizá la edad dorada de las Grandes Vueltas ciclistas, entre los 40 y 60, había pasado, pero perduraban los efectos de su fiebre, y como generaciones anteriores, disfrutó una niñez en que las bicis, además de amenizar la vida en el barrio o el campo, protagonizaban la mitomanía épica del cine y la televisión. En la serie Verano azul y en las películas de Spielberg de los años 80, la bici es un emblema de libertad para los niños equiparable al caballo del vaquero en los Western.

Aquella generación fue inmortalizada por la sombra de una bici tripulada por un niño y un marciano recortados contra la luna. Luego, la transición entre un tiempo y otro se llevó las bicis y trajo los ordenadores y consolas, cambiando la calle por las pantallas. Asistimos sin darnos cuenta al fin de la era velocípeda (y bípeda) entrando de lleno en la precipitada era digital, virtual. La relación con el espacio cambió al simultaneizar los lugares más lejanos y hacernos creer que el mundo también cambiaba haciéndose más pequeño. Caíamos en las redes de la globalización:

Durante los miles y tal vez cientos de miles de años transcurridos desde que la singular criatura llamada hombre pisara la Tierra, no hubo ningún medio de locomoción terrestre superior a la carrera del caballo, a una rueda en marcha o a un barco de vela o a remo. Toda la plétora de avances técnicos comprendida en ese espacio estrecho e iluminado al que llamamos historia universal, no había producido ninguna aceleración apreciable en el ritmo del movimiento. Los ejércitos de Wallenstein apenas avanzaban más deprisa que las legiones de César. Las corbetas de Nelson cruzaban el mar sólo un poco más deprisa que los barcos piratas de los vikingos o los comerciales de los fenicios. (…) Inalterablemente alejados en el espacio y el tiempo, los países están separados unos de otros en la época de Napoleón como en el imperio romano. La resistencia de la materia aún prevalece sobre la voluntad humana.

Sólo el siglo XIX transforma de un modo fundamental la medida y el ritmo de la velocidad terrestre. En su primera o segunda década, los pueblos, los países, se aproximan unos a otros con mayor rapidez que en los siglos precedentes. Con el ferrocarril, con el barco de vapor, los viajes que antes duraban días se hacen ahora en uno solo. Pero aun cuando estas nuevas velocidades fueran triunfalmente recibidas por los contemporáneos, esos inventos están aún en el terreno de lo comprensible, pues, aunque esos vehículos multiplican por cinco, por diez, por veinte, las velocidades hasta entonces conocidas, la mirada y la mente aún pueden seguirlas y explicar el aparente milagro.

Ese año de importancia universal, 1837, en el que por primera vez el telégrafo logró que la experiencia humana hasta entonces aislada fuera simultánea, raramente consta en nuestros libros escolares. (…) El mundo ha cambiado desde que en París es posible saber lo que está ocurriendo al mismo tiempo en Ámsterdam, en Moscú, en Nepal o en Lisboa*.

Nuevamente, unas líneas escritas hace casi 90 años nos enfrentan a la realidad de nuestro tiempo por su prudencia ante transformaciones que hoy tildaríamos ya de ridículas. Tanto nos hemos habituado a la velocidad que ni siquiera vemos que nos movemos, ni lo lejos que estamos del estado real de reposo, ni que cuanto creemos conocer podría estar deformado por esa velocidad o esa simultaneidad. Asimilamos cada novedad como si necesariamente fuese buena porque forma parte de esta inercia indiscutida, como si al final, a pesar de la advertencia de Darwin, continuásemos creyendo que la evolución tiene un sentido o va hacia alguna parte, y la única parte concebible fuese la tecnología.

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Pero incluso siguiendo este camino llegará un punto en que todos los buenos y sensatos inventos no podrán aportar nada nuevo por mucho que los atornillemos; y en que se hará indispensable plantear el progreso desde criterios distintos, sometiendo lo edificado a una criba para no pasarnos de rosca aplicando indiscriminadamente a todo el acelerador. Si no hay un fin evolutivo, ¿por qué el culto a la aceleración  y el consumo? ¿A dónde llevan? ¿No habrá llegado la hora de reconducir las cosas? ¿De replantear el ideal de progreso desde valores nuevos? Si es así, experiencia y sostenibilidad deben estar entre ellos. Éste es para muchos el debate y reto moral de nuestro tiempo.

Los «no lugares»

A finales del siglo XX, numerosos pensadores percibieron una crisis social comparable en magnitud a la de las más grandes revoluciones. No era abrupta ni evidente, y no sabían con detalle cómo definirla ni qué secuelas tendría, pero le pusieron un nombre: Globalización. Otros muchos coincidieron en llamarla Hiperrealidad (Baudrillard) o Sobremodernidad (Augé), es decir, una realidad simbólica tejida por la red de imágenes y la fluidez de las  telecomunicaciones (Amor líquido, Zygmunt Bauman), una representación del mundo tan nítida, práctica y rentable, que nos mantenía más implicados en la copia que en el original (relegado a un soso tercer plano), y daba carta de naturaleza a lo que no la tenía.

En ese contexto, el antropólogo Marc Augé fundó la expresión «No lugares»**, para referirse a esos espacios de mediación o transición del mundo moderno (autopistas, aviones, metros, supermercados), donde no hay tiempo para experiencias y relaciones duraderas, pero que cada vez acaparan más nuestra atención y visión de la vida; espacios que ocupamos como mercancía. Los no lugares serían, junto a la realidad virtual, una hipertrofia de aquella semilla que germinó con el telégrafo en 1837. Evidentemente no es lo mismo un telégrafo que un tren, como no es lo mismo la revolución de la imprenta en la Edad Media que la del eBook hoy en día. Varios pasos llegan tan lejos como un salto, y varios grados es lo que a veces separa lo cuantitativo de lo cualitativo: ya no es una cuestión de velocidad, sino de percepción de la realidad. Y una realidad práctica necesariamente se basará en intereses antes que en valores.

Stefan Zweig lo expresa en el texto anterior. Aun cuando adelantos como el tren o el barco de vapor acortaban las distancias, la vista y la mente podían todavía seguirlas, guardando contacto con el territorio. Velocidad y complejidad técnica no rebasaban la experiencia. Augé dice en cambio que hoy «hay espacios donde el individuo se siente como espectador sin que la naturaleza del espectáculo le importe verdaderamente. Como si la posición de espectador constituyese lo esencial del espectáculo (…). El espacio del viajero sería, así, el arquetipo del no lugar«.

* El texto introduce el capítulo «La primera palabra a través del océano», del ensayo Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig, 1927.

** “Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar. La hipótesis aquí defendida es que la sobremodernidad es productora de no lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos”. MARC AUGÉ. Los no lugares [En línea] http://nolugares.wordpress.com


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